Época: Siglo XVII: grandes
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1660

Antecedente:
Europa del Norte y del Este



Comentario

La evolución del régimen político sueco mostraba bien a las claras la afirmación de la Corona y del Gobierno central, por un lado, mientras que, por el otro, aumentaba el predominio de la clase nobiliaria aun teniendo en cuenta los roces y enfrentamientos que se detectaron en determinados momentos entre ambos poderes. Así, la primera década del siglo contempló la pugna entre el rey Carlos IX, deseoso de consolidar su soberanía, y la alta aristocracia, que insistía en la defensa de sus privilegios. Desde 1604 quedó realzado el papel del trono, cobrando éste todavía mayor relevancia durante el reinado del siguiente monarca, el gran Gustavo II Adolfo (1611?1632), con el que la Corona sueca alcanzó su mayor etapa de esplendor. La propia personalidad del nuevo rey, que había sido educado para que asumiera con éxito la responsabilidad de su tarea regia, contribuyó muy mucho al logro de sus objetivos. De físico agraciado y robusto, inteligente, culto y de profunda religiosidad, pronto destacaría como estadista y jefe militar. Sus biógrafos han dejado una imagen muy positiva y exaltadora de su figura, que al parecer se vio correspondida en la realidad y confirmada en gran medida por su actuación pública, hasta el punto de llegar a convertirse en uno de los protagonistas más destacados de la escena política de la Europa de su tiempo.
Quiso convertir a Suecia en una gran potencia, controlar el Báltico para hacerlo un lago sueco y extender la causa protestante, de la que se mostró un ferviente defensor. Una buena parte de sus pretensiones logró realizarlas, contando con la necesaria base económica gracias a la producción minera del país, al desarrollo de la industria metalúrgica y a los subsidios obtenidos del extranjero, mayormente de Francia, de la que se convirtió en un eficaz aliado. El apoyo nobiliario y el fuerte respaldo social a su política de grandeza le permitieron dotar a sus empresas de un sentido nacional, confirmado por la formación de un poderoso ejército integrado mayoritariamente por soldados suecos, reclutados de forma casi obligatoria en un precedente de lo que posteriormente llegarían a ser las milicias nacionales, acompañados por la presencia igualmente destacada de mercenarios extranjeros, especialmente alemanes. La mejora del armamento utilizado, los avances tácticos aplicados en las formaciones de combate, la rígida disciplina que se impuso y el profundo fervor religioso que le dio cohesión y espíritu de lucha, hicieron del ejército sueco, liderado por el propio monarca, una fuerza casi incontenible, como se demostró en su marcha triunfante por los campos de batalla en los que intervino, pudiéndose destacar su participación en la guerra de los Treinta Años, en el transcurso de la cual Gustavo II Adolfo encontró la muerte de forma un tanto inesperada en Sajonia (Lützen, noviembre de 1632).

Durante su reinado, la Monarquía experimentó una renovada fuerza como motor de la maquinaria estatal, efectuando una reorganización interior en el sentido de reforzar el poder central y teniendo que recurrir a buscar el apoyo de la nobleza, que vio aumentados sus privilegios y su posición como clase dominante a cambio de la colaboración militar y política que le prestó a la Corona. El canciller Axel Oxenstierna, perteneciente a la alta aristocracia y personaje decisivo en la vida pública sueca hasta su muerte en 1654, simbolizó mejor que nadie esta colaboración entre el trono y los grupos nobiliarios. La autoridad regia fue confirmada asimismo por el asentimiento de la Dieta y del Senado, cuerpos más o menos representativos a los que el soberano trató con gran respeto, en su deseo de moverse siempre dentro de la legalidad por entonces establecida. La labor de Gustavo Adolfo se extendió también a la reorganización de la justicia y a la creación de audiencias territoriales. En el terreno económico su Gobierno intentó aplicar una política de corte mercantilista, sobre todo queriendo obtener los mayores recursos posibles para hacer frente a los cuantiosos gastos ocasionados por sus proyectos expansionistas. Hacia el exterior, los logros se sucedieron hasta el mismo momento de su muerte: el tratado de Knäred (1613) con Dinamarca, por el que se permitía a los navíos suecos la libertad de navegación; el de Stolbova (1617) con Rusia, que confirmaba la posesión sueca de Carelia, recibiendo además Ingria; y la tregua de Altmark (1629) con Polonia, obteniendo de ésta Livonia, algunos puertos situados en la Prusia oriental y los beneficios aduaneros de Danzig. Se empezaba a cumplir así uno de los objetivos de Suecia: el control del Báltico y el predominio sobre los países de la zona.

Nada más producirse la tragedia de Lützen, que ocasionó la desaparición de Gustavo II Adolfo, la Dieta reconoció a su hija Cristina, una niña de seis años, como heredera del trono, pero dada su minoría de edad se estableció una regencia que estuvo dominada por el todopoderoso Oxenstierna, lo que se tradujo en una etapa de gobierno nobiliario directo (plasmado en la Constitución de 1634) hasta la proclamación de la mayoría de edad de la reina. Cuando Cristina ocupó el poder, en 1645, intentó limitar algo la avasalladora situación de los privilegiados reunidos en torno al hasta entonces canciller?regente. Fueron unos años difíciles para la joven soberana, que pretendió mostrarse independiente y con criterios propios, para lo que estaba bien preparada por su amplia educación e inteligencia, pero una serie de circunstancias, tanto personales como religiosas y políticas, la llevaron a abdicar en 1654. Unos años antes había nombrado como sucesor a su primo, que de esta manera un tanto sorprendente se convirtió en el nuevo rey Carlos X Gustavo (1654-1660), un monarca que sólo pudo gobernar durante unos pocos años, en los que se planteó una ambiciosa política exterior muy superior a sus posibilidades, motivo de nuevos enfrentamientos bélicos con Dinamarca y Polonia. No obstante, al poco tiempo de su fallecimiento, el juego de las relaciones internacionales permitiría la continuación del expansionismo sueco, alcanzándose en 1660 el dominio sobre el Báltico tan codiciado desde tiempo atrás.